Este artículo sólo es apto para
mayores de 40 años, esa edad en la que las personas dejan de engañarse a sí
mismas aunque, por lo general, continúen engañando al prójimo.
Después de los 40 casi todo el
mundo ha sido infiel. Los hombres, más; las mujeres, mejor. Según sondeos
personales, todo el mundo reconoce que una aventura no sólo no afectó a su
relación de pareja, sino que hasta le vino bien. Después de los 40, quien no ha
sido infiel necesita ayuda quirúrgica, porque lo más probable es que sea el
apéndice de alguien: una persona a la que incluso le costará saber cómo se
siente si su pareja no se lo aclara. O sea, un discapacitado.
No vengo aquí a exponer las mil
ventajas de no ser fiel a una pareja: eso lo sabe cualquiera que haya estado
casado más de siete minutos. Lo dulce que pueden ser las infidelidades, lo
apasionadas, divertidas, energizantes, antidepresivas… La infidelidad, como el
ejercicio y la buena alimentación, aumenta nuestra seguridad en nosotros mismos
y, quien existe para sí mismo y no solo para otro, es apetecido y apetece. Eso
lo sabe todo aquel que quiere –justamente– conservar su vida en pareja y, por
lo tanto, se escucha a sí mismo.
Unos cuernos a tiempo pueden
salvar una relación de pareja (o varias, si los otros también son casados). “El
matrimonio es una carga tan pesada que para llevarla hacen falta dos personas y
a veces hasta tres”, dijo Oscar Wilde, pero podría haberlo dicho el cura de mi
pueblo, en uno de sus ramalazos de honestidad y lucidez.
Así que esta diatriba es en
contra de que alguien quiera serme fiel. Es en contra de ese desdichado que
pretenda halagarme colgándome una aldaba tras otra en el torrente sanguíneo.
“Te seré fiel”, te dice un hombre diz que enamorado y una casi oye que se queda
pensando “por mucho que me cueste”. “No por favor, diusguardi, ¡yo no quiero serme fiel ni a mí misma! ¿Cómo se le
ocurre dedicarme semejante cruz?”.
Quien promete fidelidad es, en
realidad, porque no tiene mucho que ofrecer. O solo tiene eso: 15 o 20 centímetros de su
humanidad, cuando mucho, en el caso de los varones. Una minucia. Porque, vamos
a ver, ¿qué ofrece el oferente de marras? ¿Cómo se traduce, en términos
prácticos, eso de la fidelidad? El que se anuncia fiel –y obviamente espera el
mismo trato– está aterrorizado antes de empezar. Es el típico caso de quien
pretende vivir sin correr riesgos, y entonces trata de convencer a todos de que
vivir es únicamente respirar.
Sin ocuparnos de lleno en la
raíz religiosa del asunto, la fidelidad es un mandamiento que pasa por el
cuerpo y el cuerpo, ya se sabe, es un campo de batalla. “No desearás a la mujer
de tu prójimo”, dicen los católicos, cuando el verdadero pecado es dejarla
insatisfecha.
El mezquino que ofrece
fidelidad pudiendo ofrecer sexo oral, en realidad no se está ofreciendo como
objeto de placer, sino como propietario de un placer que no es suyo. Dicho con
elegancia, es la privatización del deseo ajeno. Dicho como es: una usurpación,
un fraude.
Lo que parece un acto de
suprema generosidad, en realidad es un ardid de absoluta egolatría. La
fidelidad es, por así decirlo, el embrutecimiento del cuerpo y la clausura de
la sexualidad. Es la versión reproductiva de la castidad, un derivado del sexo
católico y misionero, que no libera pero sí empobrece.
“El matrimonio, cuando no mata,
desfigura”, dice el poeta Rodríguez-Ballesteros. Pasados los 40 años, la
doctrina de la fidelidad es consuelo de tontos y lo peor de todo: se nota en la
cara.