martes, 4 de julio de 2017

DIATRIBA CONTRA LA FIDELIDAD

Este artículo sólo es apto para mayores de 40 años, esa edad en la que las personas dejan de engañarse a sí mismas aunque, por lo general, continúen engañando al prójimo.
Después de los 40 casi todo el mundo ha sido infiel. Los hombres, más; las mujeres, mejor. Según sondeos personales, todo el mundo reconoce que una aventura no sólo no afectó a su relación de pareja, sino que hasta le vino bien. Después de los 40, quien no ha sido infiel necesita ayuda quirúrgica, porque lo más probable es que sea el apéndice de alguien: una persona a la que incluso le costará saber cómo se siente si su pareja no se lo aclara. O sea, un discapacitado.
No vengo aquí a exponer las mil ventajas de no ser fiel a una pareja: eso lo sabe cualquiera que haya estado casado más de siete minutos. Lo dulce que pueden ser las infidelidades, lo apasionadas, divertidas, energizantes, antidepresivas… La infidelidad, como el ejercicio y la buena alimentación, aumenta nuestra seguridad en nosotros mismos y, quien existe para sí mismo y no solo para otro, es apetecido y apetece. Eso lo sabe todo aquel que quiere –justamente– conservar su vida en pareja y, por lo tanto, se escucha a sí mismo.
Unos cuernos a tiempo pueden salvar una relación de pareja (o varias, si los otros también son casados). “El matrimonio es una carga tan pesada que para llevarla hacen falta dos personas y a veces hasta tres”, dijo Oscar Wilde, pero podría haberlo dicho el cura de mi pueblo, en uno de sus ramalazos de honestidad y lucidez.
Así que esta diatriba es en contra de que alguien quiera serme fiel. Es en contra de ese desdichado que pretenda halagarme colgándome una aldaba tras otra en el torrente sanguíneo. “Te seré fiel”, te dice un hombre diz que enamorado y una casi oye que se queda pensando “por mucho que me cueste”. “No por favor, diusguardi, ¡yo no quiero serme fiel ni a mí misma! ¿Cómo se le ocurre dedicarme semejante cruz?”.
Quien promete fidelidad es, en realidad, porque no tiene mucho que ofrecer. O solo tiene eso: 15 o 20 centímetros de su humanidad, cuando mucho, en el caso de los varones. Una minucia. Porque, vamos a ver, ¿qué ofrece el oferente de marras? ¿Cómo se traduce, en términos prácticos, eso de la fidelidad? El que se anuncia fiel –y obviamente espera el mismo trato– está aterrorizado antes de empezar. Es el típico caso de quien pretende vivir sin correr riesgos, y entonces trata de convencer a todos de que vivir es únicamente respirar.
Sin ocuparnos de lleno en la raíz religiosa del asunto, la fidelidad es un mandamiento que pasa por el cuerpo y el cuerpo, ya se sabe, es un campo de batalla. “No desearás a la mujer de tu prójimo”, dicen los católicos, cuando el verdadero pecado es dejarla insatisfecha.
El mezquino que ofrece fidelidad pudiendo ofrecer sexo oral, en realidad no se está ofreciendo como objeto de placer, sino como propietario de un placer que no es suyo. Dicho con elegancia, es la privatización del deseo ajeno. Dicho como es: una usurpación, un fraude.
Lo que parece un acto de suprema generosidad, en realidad es un ardid de absoluta egolatría. La fidelidad es, por así decirlo, el embrutecimiento del cuerpo y la clausura de la sexualidad. Es la versión reproductiva de la castidad, un derivado del sexo católico y misionero, que no libera pero sí empobrece.

“El matrimonio, cuando no mata, desfigura”, dice el poeta Rodríguez-Ballesteros. Pasados los 40 años, la doctrina de la fidelidad es consuelo de tontos y lo peor de todo: se nota en la cara.