martes, 25 de agosto de 2020

A TRAVÉS DE LA HERIDA

CAPÍTULO 2: La belleza interior 


Un día de estos, en Facebook, sucedió este vodevil: una chiquilla de unos veintimuchos pone público en su muro un pantallazo de su Messenger, acompañado de una anécdota de denuncia. La anécdota es esta: le pidió amistad un completo desconocido (sic), ella lo aceptó por no ser grosera (sic sic) y el muy asqueroso (sic sic sic) lo primero que hace es decirle en privado lo que puede verse en el pantallazo de Messenger: “Wow, he visto tus fotos, qué excitantes”. Allá que se va la sabuesa Botellas a ver las fotos de la gordita anodina (sí, un físico puede ser anodino, por degenerada que puede parecer esta aseveración) y la veo en mil muecas y maromas donde resalta su escote fofo y lechero, que parece lo único que tiene para atraer, así en foto; en persona a lo mejor es fascinante. Je.

Rauda y contundente pone la chiquilla en su muro a vista de todos ese comentario y su respuesta pronta y tajante, donde le dice que es un cerdo y nos cuenta a todas sus amistades –algunas como yo igual de desconocidas que el cerdo–, nos cuenta, decía, que lo puso en su lugar y lo bloqueó de inmediato. “Bien hecho”, “huy, sí, yo tuve que hacer lo mismo ayer con otro”, “ay, qué asco”, le dicen varias en comentarios y uno dice le dice: “Eres muy bella y no mereces eso”. (Paréntesis: cómo no voy a estar yo fascinada con Facebook, si es como una perenne película de Todd Solonz.)

Pero a lo que voy, presionada por todos ustedes: Capítulo dos.

coro

Ay, anodina tetoncilla mía

si supieras cuánto te entiendo.

Viajo tres décadas atrás y recuerdo

aquel tiempo en que sucedió

(no la metamorfosis de Kafka)

La pseudomorfosis de Cata.

 

Al salir del colegio y entrar a la universidad, fue como si de repente nadie se percatara de mi fealdad. ¡Ey, yujuuu, ey, soy fea! ¿Qué pasa aquí? “Linda, mami, mamacita, rica, venga y me la como toda”.  ¿No se han dado cuenta de que yo soy fea, banda de idiotas? Los que ahora me consideraban deseable me merecían el mismo desprecio que quienes hasta mis dieciocho años me dijeron cuero, narizona. Qué digo el mismo, ¡más! Analizándolo ahora, creo que era por el fenómeno análogo de los llamados “nuevos ricos”, ya saben, esos que desearían salir en las listas de los más ricos pero que repudian a quienes se les acercan por su dinero, porque se conocen demasiado bien… mutuamente. Sí, era el fenómeno de las “nuevas ricas”, todas esas adolescentes contrahechas que finalmente habíamos tomado alguna formilla y ahora estábamos ricas.

¿Qué había pasado? ¿Era ese el momento presagiado por doña mamá en bata, cuando los hombres, por la madurez, se fijarían en mi belleza interior? Naaaa. Era un buen par de tetas y un buen par de nalgas que ¡flop!, me habían salido como champiñones. Y nada más, no hay más vueltas que darle. “Me chiflan las mujeres inteligentes” o “me excitan las mujeres con sentido del humor”, me decían los hombres. Ajá, no me cuenten. Babosos, todos parecían perrillos en celo. Y nosotras, las nuevas ricas, creyéndonoslo. Dos décadas más tarde entendí todo.

Anticos de mis cuarenta años, en una fiesta en Madrid, una ex amiga mía más fea que yo –o igual de fea o de guapa, para el caso es lo mismo– se llevó a Bruce Willis al huerto, como dicen allá, aquí sería al cafetal. Fue cuando entendí la diferencia entre las nuevas ricas y las ricas deliciosas de toda la vida. Lo difícil no es cogerse a Bruce Willis en una fiesta, lo difícil es que te invite al día siguiente a desayunar en el Ritz.

Ese gran aprendizaje no lo tuve yo en pellejo propio, el pellejo que se cogió a Bruce Willis no fue el mío. Y no me arrepiento. Los hombres no pueden creer esto, ningún hombre amanecería arrepentido tras haberse acostado con Demi Moore, aunque se acabara de casar, aunque hubiera muerto su madre esa misma tarde o Demi Moore hubiera estado en coma. Mi ex amiga no llegó a tanto como arrepentirse, pero sé que le supo a poco y que estaba consciente de que no había medalla para ella en ese cuento. Y aquí viene la clave:

Una guapa de toda la vida “se da a respetar”, como se dice desde la perspectiva de las feas: “darse a valer” o a respetar, cuando en realidad es algo distinto. Es la conciencia desde pequeñitas del poder arrasador de su belleza. Eso lo tienen garantizado. Con una guapa de cepa, el delicioso Bruce hubiera tenido que empezar por pagar una cena en el Ritz, según entiendo; tampoco voy a jactarme ahora de saber cómo es la escala de valores de las guapas con pedigrí. A las guapas advenedizas, hacerse de rogar por una estrella de Hollywood es mucho pedirles. Sería como pedirle a un futbolistilla bien pagado que no se compre un Maserati.  ¿A cuenta de qué entonces iba a estar él corriendo como un perturbado detrás de una bola?

Bueno, como iba diciendo…

coro

Ay, anodina tetoncilla mía

si supieras cuánto te entiendo.

Viajo tres décadas atrás y recuerdo

aquel tiempo en que sucedió

(no la metamorfosis de Kafka)

La pseudomorfosis de Cata.

 

A mis diecinueve años me dediqué de lleno a burlarme y despreciar a cualquier hombre que me mirara con deseo, y peor si lo mezclaba con dulzura, entonces me daban la misma grima que me dieron siempre los peluches esponjosos de ojos grandes, guácatelas, no estamos las narizonas velludas para eso.

Alguien en Facebook me pregunta si tan fea era yo y prometí responderle aquí. Claro que no. Esas somos las peores feas, las feas por convicción, seguras de serlo porque desde la cuna nos lo dijo nuestra mamá.

–Cata, ¿y la belleza interior?

¿Me están vacilando? Para que yo hubiera tenido belleza interior hubiera hecho falta que doña mamá no me dijera que en efecto yo era fea por fuera; hubiera hecho falta que doña mamá no hubiera estado tan convencida, a su vez, de ser fea. Cuando veo fotos de ella en sus treinta, la hallo divina, parecida a Liz Taylor. Pero mamá nació, creció y se reprodujo convencida de ser fea, ella y toda su descendencia, pues nosotras pertenecemos a la clase sociocultural que no cree en los milagros, que cree que la Tierra es redonda, que Adán y Eva es una fábula y que Mendel no admite refutación.

Ahora que menciono a Liz Taylor, hablemos tantito de belleza exterior, queridos hombres necios que jugáis con la mujer sinrazón. Mi mamá al menos se parecía a Liz Taylor, blanca como una porcelana, y digo “al menos” porque oigan: ¿saben qué hacía una amiga mulata de mi madre? Se iba al río y se frotaba con arenilla hasta hacerse sangre, porque le habían dicho que así se blanqueaba la piel. ¿Saben qué hacía una ex compañera mía del colegio que tenía genes de esquimal, con su gran cara de torta y sus piernazas cortas y robustas para retener mejor el calor? Se provocaba diarreas y vómitos y un día cayó desmayada en la cancha de voleibol.

Gordas, negras, narizonas, enanas, contrahechas, marcadas de varicela, bembonas, culonas, planas, calvas, hirsutas, bizcas, patizambas, narizonas (sí, ya lo dije, pero valemos por dos): ¿Qué os parece, hermanas, si nos olvidamos de la belleza exterior y nos dedicamos a cultivar la belleza interior?

Desde aquí puedo escucharlas a todas decir al unísono: “Belleza interior, my ass”.

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