sábado, 27 de febrero de 2021

MARZO TOPODEROSO (fragmento inicial)

 


                                 A mi madre

                          Aunque solo ella y                                     yo sepamos por qué.

 



    Es uno de diciembre, es el primer día de un espléndido verano y mi primera tarde de vacaciones: peligrosa coincidencia. El bar está lleno de buenas gentes que beben porque tampoco saben qué hacer. Estoy en una mesita, temblando de risa entre cuatro cuarentones que conocí hace apenas media hora. Me alejaba de la universidad pensando qué haría en tres meses de ocio, cuando tropecé con ellos que llevaban cuarenta años de hacerse, a grandes rasgos, la misma pregunta.
    Muerta de risa en minifalda rosada: siempre empieza ahí el recuerdo de la tarde en que conocí a aquel hombre. Yo riéndome y riéndome con la risa floja de mis diecinueve años. Qué livianos eran entonces mis dientes. Yo riéndome y riéndome sin poder parar. Juro que no podía.
    Acababa de presentar el último examen del año. Porque, qué gracia, yo estudiaba. El nombre de la carrera era Ciencias de la Comunicación Colectiva, nombre largo y rimbombante, proporcional a su trivialidad. Tal vez alguien haya tenido la sensatez de cerrarla. Era una guarida de inútiles. Todos los que no llegaron ni llegarían nunca a nada se refugiaban ahí, disfrazando su mediocridad con el viejo artilugio de la solemnidad. Se enseñaba a complicar lo simple, a explicar con palabras lo que se entiende mejor sin ellas, a distanciarse de lo evidente hasta perderlo totalmente de vista. Era un desafío al sentido común y una triste parodia de las disciplinas que sí merecían, por aquel entonces, ser llamadas ciencias. Los profesores aplicaban a sus alumnos el célebre principio de “si no puedes con ellos, confúndelos”. Disfrazaban su ignorancia y frustración... no, no: vayamos al término preciso: lo que mal disfrazaban era también su moralismo, y aquellos profesores, y con los años sus mejores alumnos, estaban convencidos de que solo ellos, manteniéndose al margen del río revuelto de la vida (esperando quién sabe qué mezquina ganancia de pescadores), veían al mundo tal cual es; convencidos, también, de que las Ciencias de la Comunicación Colectiva eran el saber de los saberes, y ellos, sus profetas.
Pero la realidad, ¡esa!, es libre, y resultaba perversa, por inocente, su forma de darles la razón e insinuarles así que tener la razón es solo una etapa del juego. Pero tampoco estaba la academia para agudezas, ni mucho menos para gracias. Los profesores resultaban severos profetas del revés (anunciando lo que no pasó), y sus discursos giraban curso tras curso entre las paredes de las aulas, como ecos en pena.
Mi verdadero entrenamiento en esos años fue el de llenar páginas de páginas sin decir nada. Cosa fácil y aburrida. Entregué un examen de ciento ochenta folios redactados a la perfección; tenía el dudoso don de detectar lo que cada profesor quería oír y me contentaba con darle a cada cual, digámoslo así, su merecido.
De este tedio venía yo. Que me sirva de atenuante.


Cuando salí del aula, al terminar aquel ejercicio idiota, sin saberlo, yo era una fiera puesta en libertad. ...

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