jueves, 4 de julio de 2024

TODO PASA POR ALGO

 

Contar historias

Del éxito no se aprende, se aprende del fracaso. No por manida esta frase deja de ser cierta. Cuando nos estampamos, cuando la vida nos trata como un trapo sucio, entonces vienen las preguntas y tras las preguntas intentan llegar las explicaciones. Cuando una triunfa (¡peor si es a la primera!), ¿qué tiene que aprender, qué lección va a extraer? Es cierto que una suele ser la primera sorprendida por un éxito fácil, pero nuestro amor propio, por insignificante que sea, tiende a convencernos rapidito: “Yo me lo merecía”.

Nadie trata de explicarse un éxito, sería convertirlo en un fracaso.

Lo bueno de esta frase es que es reversible: hacerse preguntas ante un fracaso es empezar a convertirlo en ganancia, en éxito. “Aprendí mucho”, es la respuesta del que no consiguió su objetivo, su objetivo primario ahora caduco.

Intentamos que nuestra vida tenga sentido. Queremos creer que todo pasa por alguna razón. El ser humano lleva muy mal el absurdo, el azar; es decir, el fatalismo: aceptar que las cosas salen como salen por puro capricho de una sádica ruleta universal. Los humanitos, cuando la vida nos sopapea, tratamos de pensar rápidamente que fue por algo. Y hacemos bien. A fin de cuentas, eso de “éxito” o “fracaso” es también (como las explicaciones existenciales, religiosas o filosóficas) una construcción prodigiosa de nuestra imaginación ídem.

Por eso inventan cuentos los escritores, los guionistas. Una historia en general se puede resumir así: alguien quiere algo pero otro algo le impide conseguirlo. Si lo consigue a la primera, no hay película. Si lo consigue a medias o consigue un algo distinto al del punto de partida, entonces es bastante probable que el éxito o ganancia de la historia sea: y aprendió mucho. Los seres humanos solemos considerar el aprendizaje como una ganancia. Algunos incluso afirman que es de lo poco que nos llevamos más allá de la tumba. (Por cierto, si en la historia no hay logro ni aprendizaje… es probable que nadie se interese mucho en ella.)

Muchas historias se pueden considerar como la crónica de una herida. Cuando algo anda mal, cuando algo terrible acaece, cuando algo hiere en lo más hondo, urge contar una historia; urge enmarcar la desgracia dentro de un contexto, es decir un espacio y un tiempo, poner las cosas en perspectiva. Es un primer paso para aquello de darle sentido. (Lo otro es echarse a morir, irse al rincón a llorar y lamerse las heridas. Y no está mal por un rato; de hecho se aconseja sentarse a escribir con las lágrimas secas.)

Antes se hablaba de la moraleja de la historia, el mensaje de la película. Hoy la gente tiene vergüenza de usar esas palabras, quién sabe por qué, tal vez por modestia ante lo inexplicable. Hay autores que lo más que se atreven a postular es una pregunta; ya no creen en las respuestas. Pero algo quiere decir el cuentista, si nos está contando una historia. Y en última instancia a lo mejor está diciendo que todo merece ser vivido, si es para ser contado. Que éxito y fracaso son lo mismo, que qué más da locura o sabiduría; risas o lágrimas, final triste o feliz, todo termina. Y todo es carne de escritura.

lunes, 13 de febrero de 2023

TALLER DE NARRATIVA y TERTULIA

Las mañanas de sábado en el Garden Bistro.

Leemos, escribimos, analizamos y damos cabida a la tertulia

con un buen café, un cóctel, un brunch...


domingo, 29 de enero de 2023

LAS SIETE TENTACIONES

Sobre la expo de Carlos Tapia. 




“Los siete pecados capitales” no lo son. El pecado es uno solo y es: renunciar a uno mismo. Disiparse. Perderse.

Los que tradicionalmente llamamos siete pecados son tentaciones. Son las siete trampas principales que acechan al ser humano, para alejarlo de sí mismo, de su consciencia. Por eso la célebre oración dice: no nos dejes caer en la tentación. No nos dejes pasar por esa puerta, porque capaz que no regresamos.

Me sorprende la labor intelectual de acotar esas siete puertas malditas. El ser humano y sus catalogaciones, sus devaneos… Me conmueve pensar en Aristóteles en estas disquisiciones. Siete extremos, eran para él, siete formas de alejarse del justo medio, siete formas de perder la dignidad humana. La cosa era seria.

Y viene Carlos Tapia y nos decora las puertas tentadoras. Les pone luz y color y, cual maestro de ceremonias, se para a la entrada y nos dice: Vean.

Es lo que hago. Veo las puertas, las reconozco. Los mininos coloridos nos bajan las defensas y nos dejamos llevar. Son tentadores en sí mismos. No son ni hembras ni machos; el vicio nos iguala en más de un sentido.

El cuadro correspondiente a la pereza me interpela especialmente. Me quedo observándolo y me doy cuenta de que me despierta una honda pesadumbre. Recuerdo entonces algo que poca gente sabe: hace muchos siglos, los siete pecados eran ocho. Antes estaba la tristeza. La tristeza como puerta al pecado, qué les parece. Bueno, no sería el primer vicio convertido en enfermedad mental en estos tiempos.

La tristeza se acopló a la pereza o desidia, ese síntoma claro de la depresión, ya ven. No sé cómo ni por qué, siento que el cuadro de Tapia ha captado esa prehistoria. El gato de la pereza está triste, díganme si no, y tiene entre sus manos el peluche de sí mismo: un gato exánime. Perder el alma, es el pecado.

Los invito a caer en esta tenue tentación, la tentación de pararse al filo, en el marco de la puerta donde está el pintor en silencio, con sólo su sonrisa de gato de Cheshire, y sin decirlo nos dice: Pasen, pasen.

sábado, 22 de octubre de 2022

LÁGRIMAS SECAS

 

Taller de Narrativa Personal


La experiencia vivida es nada más ¡y nada menos! que la materia prima de la narrativa personal. Eso es mucho, pero no suficiente. Cómo arrancar. Por dónde arrancar.

“Es que la personaje soy yo misma”… ¡Ese es el personaje más difícil de concebir! Cuando la protagonista o la narradora soy yo. ¿Quién es yo? Incluso: ¿Quiénes son?

Cómo se construye un personaje a partir del propio yo.

“Se escribe con las lágrimas secas”, decía Truman Capote. Qué quiere decir eso.

Cuál es el trabajo imaginativo que va de nuestra historia contada a un psicólogo (que nos cobra por escucharnos) a nuestra historia contada en un libro (que la gente paga por leer).

 

Jueves de 10 a 12

este mes de noviembre

                    en Turu Arte

                    San Isidro de Heredia

34 800 colones

                    wasap  8877 9201 

sábado, 27 de febrero de 2021

TIEMBLA, MEMORIA (fragmento)

 

PRIMERA PARTE: LA DE LA EUFORIA

 

Patiño mío:

        Dime que sí, dime que volveremos a ser felices. Hubo una época en que estar tristes era una fiesta, ¿recuerdas? Celebrábamos que nuestro pasado estaba por delante. Que todo estaba por hacer y que todo sería hecho. Pero el tiempo se está esfumando, minuto a minuto, con cada frase que escribo. Heme aquí enviándote a toda prisa un email desde la oficina porque se ha desatado la negra espiral que preveíamos en mi vida: esta tarde el jefe me ha mandado llamar.

        Ven, Patiño, sube conmigo a la sexta planta. Mira este aséptico despacho con vistas a la Sierra. Fíjate en su cuidada decoración: unos muebles silenciosos, dos cuadros cristalinos, un minibar y una alfombra color mostaza que tiene en una esquina un camellito rojo. Es el despacho de mi jefe. Y la que está a punto de entrar es quien firma.          “Qué tal. Siéntate, que ya acabo”, dijo y (ya conoces mis fijaciones) tuve la impresión de que estaba terminando de masturbarse. “Ya acabo” quién sabe el qué, porque se acercó a la ventana en actitud contemplativa, cual si fuésemos personajes de una película sueca y yo le hubiera confesado un crimen. Me conozco el numerito. Finge tener siempre la mente en algo más importante que la persona que tiene enfrente. Se muestra paródicamente cordial para que notes el esfuerzo que hace por ocuparse de ti. Entonces tú (quiero decir, yo) esperas que te lancen tu galletita echado en un sofá que cuesta lo que tu sueldo (varios miles de euros, se entiende).

        Finalmente se gira y abre entusiasta sus brazos, como si nos acabáramos de encontrar en la cubierta de un yate. Me pregunta si quiero beber algo y se dirige hacia el minibar a ponerse un whisky. No me cae bien, pero tampoco mal, este minijefe. Yo acepto un whisky, claro; no recuerdo haber rechazado una copa en toda mi vida.

        Dice, paseando la mirada por su despacho como si por ahí revoloteara una idea difícil de asir: “Tú eres una chica muy inteligente…”, y yo me crispo; nunca un hombre me ha llamado inteligente como piropo. Pero en esto suena el teléfono de su mesa y deja la frase sin terminar. Se me acerca extendiéndome mi whisky y me confiesa que tiene ganas de lanzarlo por la ventana. Me pregunto por qué quiere defenestrar mi copa, pero se refiere ¡al teléfono! Quiere lanzar por la ventana ese gran invento del siglo antepasado. Aunque no es cierto. Es una modalidad entre los jefecillos hispánicos: quieren jactarse, pero tienen miedo fundado a la envidia, entonces se quejactan, es decir, se quejan de tener todo aquello de que se jactan, la queja es una y trina.

        Mi jefe le dice resignado a su secretaria: “Pásamelo”. Levanta la mirada al techo y me mira con complicidad indicándome que está harto, pero de golpe exclama con un entusiasmo enlatado: “¡Hombré, qué gusto oírte!”. Me hace un leve gesto de disculpa (muy leve, que subraya que en realidad no me debe ninguna y si hace falta yo me tengo que quedar ocho horas en su sofá) y me da la espalda.

        Me quedo observándolo, mientras olfateo los aromas tostados de su finísimo whisky. Si este hombre fuese guapo, sería una máquina de dominación. Pero es alto, perfumado y elegante, y paticorto, cabezón y contrahecho. Además, tiene los ojos saltones y el tórax como inflado. Por estos rasgos de enano a pesar de su metro noventa, en la oficina le llaman “el enano más grande del mundo”. Yo vengo a ser un clon degradado de este enano gigante. Uso gafas, plumas y maletines casi-casi como los suyos (ya verás, no me vas a reconocer); tengo decorada mi vida a imagen y semejanza de la suya (ya verás, ya verás), pero o bien todo lo que uso y compro es una imitación menos cara, o tengo un único y precioso ejemplar de cosas a las que él no les da demasiada importancia, y a las que tú no les darías ninguna. Pero ese es otro contar.

        Bebiendo a la salud del camellito rojo que marca la diferencia entre una alfombra de cien euros y una de mil, pensé en el documental que deberíamos hacer, Patiño, no sobre tu España profunda, sino sobre esta de la que empiezo a ser parte, La España superficial, a la que el cerebro no le ha crecido en proporción a los bolsillos; esta España renuente a filosofar, monárquica, católica y libertina que no vivió la Revolución del 68; que declara como sus “derechos” lo que hasta hace nada eran sus vergüenzas (y viceversa); que pasó de la noche a la mañana de…

        A ver, no quiero perder el hilo, si es que alguna vez tengo el hilo entre mis manos. El jefecillo ha colgado y se está dirigiendo a su servidora: que si satisfechos con ella, que si incremento del público joven, que si tal y que cual y que la van a “ascender”. ¡No te rías!, se dice así, Patiño, el entrecomillado es puro desconcierto mío. Yo intento mantenerme alerta, siguiendo tus divinas enseñanzas, pero qué le voy a hacer, unas veces uno se comporta como un ser menesteroso, pero honesto, que pide un aumento; otras, te suben el sueldo sin que tú lo hayas pedido y ya está: empieza tu metamorfosis en un ser miserable.

           Con la noticia del ascenso y tres whiskys me embriagué. Fue después, cuando bajaba en el ascensor, que comprendí que entre líneas de halagos mi jefe me acababa de decir que soy uno de los suyos.

                    Que soy de su especie

                    Que tengo un precio.

Desde los sotanillos del infierno, siempre servil,

Catalina Cata Botellas

 

        La ironía no me hará libre. Pero engañémonos, escrita la carta me siento mejor. Cuando se la cuento a Patiño, esta mi existencia sin enjundia se ennoblece. Cualquiera diría que el sentido de mi vida es escribírsela. Y no digo yo que no.

        En las semanas siguientes compruebo que la asunción significa mil doscientos euros más al mes y escribir menos o nada en Megaloideas.es, la página web que me cobija. A mí, que se me contrató para escribir, se me ha adjudicado ahora el papel de controlar lo que los demás escriben. Esto le cambia a uno la visión del mundo. Ahora todas las metas de la empresa me parecen facilísimas y mis subordinados, unos ineptos. Ya no invento, critico; no propongo, desecho; no escribo, corrijo; y bien decía el ciego argentino: nada más fácil que corregir una página de El Quijote, ni más difícil que escribirla.

        Con el ego y los bolsillos hinchados me paseo por la oficina luciendo en la cabeza mi nueva corona de cartón lustrado.

 

Catalina querida:

Intentando sacar sabiduría de las piedras, he terminado llorando sobre ellas.

C. Patiño

 

        Patiño, Patiño… Cuál será la materia de sus días. Lleva cinco años de retiro en un pazo miñoto que dejaron abandonado sus padres. La piscina llena de pasado, ranas y líquenes; el frío que ha aprendido a colarse entre los muros; dieciocho habitaciones huérfanas; sin teléfono, a veces hasta sin luz, aquí en la vieja Europa. Intentando arrebatar algo de mística de las piedras ancestrales. Patiño con las uñas, Patiño con los dientes. Patiño en su adorado margen ansiando entender el mundo pero negándose a negociar con él. Patiño que vive o sobrevive con las ayudas de su madre y de sus tres tías solteronas. En treinta años, no se le conoce un solo trabajo remunerado.

 

Patiño:

Yo me lo merezco todo. Todo me lo debo a mí. Todo es culpa mía. Le he vendido mi alma a Satanás. Cuando se vende el alma sucede una cosa muy concreta: uno acepta convertirse en la encarnación de su aspecto más vil. Yo le vendí mi alma al Ángel Soberbio por que me sacara del lodazal tropical en que nací. No se hace este trueque para ser feliz. Al contrario, uno pone su alma en rebajas el día en que se pregunta: La felicidad ¿qué importancia tiene?

Toc, toc, toc: al instante llama a tu puerta Satán.

Catalina Cata Botellas

 

Catalinísima:

“El deber del ser humano es ser feliz”, me dijo la santera de la Habana Vieja que no quisiste visitar conmigo. La felicidad como precepto moral. A mis usuales agobios, se sumó esa nueva culpa: la de no ser feliz.

¿Quién va por la senda de la felicidad, quien persigue sus deseos o quien los deja ir?

C. P.

 

        Yo, que mis deseos son mis órdenes, salgo todos los días tarde de la oficina y con la convicción de merecerme el mundo en bandeja. Compro semanalmente kilos de discos y libros (ese consumo de quienes no se consideran consumistas) y he terminado por descubrir por qué comprar es tan frustrante: uno compra todo aquello que en el fondo le hubiese gustado crear uno mismo.

        Todos los libros se quedan sin abrir en mis estanterías. Ganando los doblones que gano al mes, y sin tiempo para disfrutarlos, compro “cultura” como si así adquiriera futuro. Ya tendré tiempo de vivir como quiero, me digo. Atesoro libros como quien salvaguarda una vida venidera.

        Patiño tarda hasta dos semanas en contestar mis emails, cuando baja al pueblo a comprar comida y le sobran dos euros para el cíber. A veces responde por correo del de antes, con sello de cera y todo.

 

Catilina, Catilina:

Sólo en la nada está la plétora.

Patiño

 

Patiño:

Ven. Cuando analizo mi vida me deprimo, pero cuando la comparo con la tuya, me enaltezco.

Ven, que ahora que gano dinero a manos llenas me doy cuenta de que necesito amor.

Ven, adjunto billete en primera a Madrid.

Cata

 

Sres. Megaloideas.es

A la atención de Catalina M. Botellas

Directora Creativa de Pubertad Impúber

Muy señora mía:

Voy para Madrid.

 

El pequeño telegrama aún tiembla en mis manos y ya me parece que soy feliz. Y que lo he sido siempre. Miro hacia atrás en retrospectiva peliculera y mi vida entera me parece una cinta delirante y sensual.

El viernes, día de su advenimiento, salgo de la oficina al mediodía para preparar la escena. Quiero que no falte nada, que todo esté perfecto.

Se acerca Patiño. Tiembla el suelo. Mi casa está a punto de despegar por encima del tedio y la mediocridad. ¿Qué es ese tintineo? Son las botellas de whisky que se estremecen en mi alacena. Qué fácil es conjeturar el pasado. Ahora –ahora mientras tecleo y el tic, tic, tic de las teclas se mezcla con el tlin, tlin, tlin de las botellas en mi memoria– me parece que todo presagiaba aquella tarde de viernes que en menos de cuarenta y ocho horas me iba a cambiar la vida.

¡El timbre!

–Hay aquí una persona… una señorita que dice que no sabe quién es –rezonga el portero al telefonillo.

–Que suba. Intentaremos solucionarlo.

Abro la puerta de mi astronave y corro a echarme en el sofá. La última vez que Patiño me vio fue hace casi tres años. Yo acababa de llegar de ese que uno llama mi país y tenía una pinta de socióloga de bananera mezclada con presentadora de tele de Miami, si tal mezcla es posible. Ahora quiero sorprender a Patiño. Quiero que lo primero que vean sus ojos sea Cata envuelta en un espeso albornoz carmesí, echada en el sofá multiorgásmico con un libro de Nietzsche entre manos.

–Bienvenida. Pasa y conoce mi pequeño paraíso artificial

–Todos los paraísos son artificiales –replica Patiño, siempre en guardia.

Ha llegado Patiño, amigos, como la primavera.

                            Ahora vais a ver

                        Las heridas florecer.

 

MARZO TOPODEROSO (fragmento inicial)

 


                                 A mi madre

                          Aunque solo ella y                                     yo sepamos por qué.

 



    Es uno de diciembre, es el primer día de un espléndido verano y mi primera tarde de vacaciones: peligrosa coincidencia. El bar está lleno de buenas gentes que beben porque tampoco saben qué hacer. Estoy en una mesita, temblando de risa entre cuatro cuarentones que conocí hace apenas media hora. Me alejaba de la universidad pensando qué haría en tres meses de ocio, cuando tropecé con ellos que llevaban cuarenta años de hacerse, a grandes rasgos, la misma pregunta.
    Muerta de risa en minifalda rosada: siempre empieza ahí el recuerdo de la tarde en que conocí a aquel hombre. Yo riéndome y riéndome con la risa floja de mis diecinueve años. Qué livianos eran entonces mis dientes. Yo riéndome y riéndome sin poder parar. Juro que no podía.
    Acababa de presentar el último examen del año. Porque, qué gracia, yo estudiaba. El nombre de la carrera era Ciencias de la Comunicación Colectiva, nombre largo y rimbombante, proporcional a su trivialidad. Tal vez alguien haya tenido la sensatez de cerrarla. Era una guarida de inútiles. Todos los que no llegaron ni llegarían nunca a nada se refugiaban ahí, disfrazando su mediocridad con el viejo artilugio de la solemnidad. Se enseñaba a complicar lo simple, a explicar con palabras lo que se entiende mejor sin ellas, a distanciarse de lo evidente hasta perderlo totalmente de vista. Era un desafío al sentido común y una triste parodia de las disciplinas que sí merecían, por aquel entonces, ser llamadas ciencias. Los profesores aplicaban a sus alumnos el célebre principio de “si no puedes con ellos, confúndelos”. Disfrazaban su ignorancia y frustración... no, no: vayamos al término preciso: lo que mal disfrazaban era también su moralismo, y aquellos profesores, y con los años sus mejores alumnos, estaban convencidos de que solo ellos, manteniéndose al margen del río revuelto de la vida (esperando quién sabe qué mezquina ganancia de pescadores), veían al mundo tal cual es; convencidos, también, de que las Ciencias de la Comunicación Colectiva eran el saber de los saberes, y ellos, sus profetas.
Pero la realidad, ¡esa!, es libre, y resultaba perversa, por inocente, su forma de darles la razón e insinuarles así que tener la razón es solo una etapa del juego. Pero tampoco estaba la academia para agudezas, ni mucho menos para gracias. Los profesores resultaban severos profetas del revés (anunciando lo que no pasó), y sus discursos giraban curso tras curso entre las paredes de las aulas, como ecos en pena.
Mi verdadero entrenamiento en esos años fue el de llenar páginas de páginas sin decir nada. Cosa fácil y aburrida. Entregué un examen de ciento ochenta folios redactados a la perfección; tenía el dudoso don de detectar lo que cada profesor quería oír y me contentaba con darle a cada cual, digámoslo así, su merecido.
De este tedio venía yo. Que me sirva de atenuante.


Cuando salí del aula, al terminar aquel ejercicio idiota, sin saberlo, yo era una fiera puesta en libertad. ...

viernes, 11 de septiembre de 2020

A TRAVÉS DE LA HERIDA

CAPÍTULO 3


Imagen: collage de Silvia Piranesi



En ocasiones veo porno. Muerta de miedo, por cierto, pensando que a medio video voy a escuchar cómo se acercan las sirenas de la policía. ¡Uuuiiiuuu, uuuiiiuuu! ¡Abra la puerta! ¡Pum, pum, pum! ¡Sabemos que está ahí, viejo verde asqueroso! Y entonces salgo yo en delantal (me pongo el delantal para justificar la cara roja hinchada) y explico que no, no hay nadie más en la casa…

– ¿Algún vecino podría estar robando su señal de internet, respetable dama?

 

Capítulo 3

Ni yo soy yo

 

En ocasiones veo porno, culpable y confundida. Es como comer arroz con cuchara, algo que hago cuando nadie me ve, agarrando la cuchara como una pala, cosa que jamás pondría en Instagram y que si lo cuento aquí es por mandar un mensaje en una botella a otra náufraga, en otra isla desierta.

En ocasiones veo porno, y en tales ocasiones yo ya no soy yo ni mi casa es ya mi casa, como decía el poeta, o más bien ni mi cosa es ya mi cosa, ni entiendo yo ya de qué va la cosa. Es que… de un tiempo a acá, estimadas doñitas de mi edad, a mí me está pasando algo raro. Dos puntos.

Yo soy eso que llaman –o llamaban­– heterosexual. Creo. Ya una ni sabe. Conque visualicen el siguiente escenario: si yo cayera en una isla desierta con Scarlett Johansson, y ella, como en aquel chiste de los años noventa de “mariconadas, las mínimas”, se me acercara deseosa de sentir otra piel, una caricia; si Scarlett Johansson se me acercara en ese plan, esta señora en delantal saldría huyendo y más bien se internaría en la isla a la busca del orangután alfa, u omega, da igual, el orangután más peludo y rabudo que tuviera a bien la vida ponerme enfrente, o detrás, para el caso casi mejor.

Y es que a mí nunca me han atraído sexualmente las mujeres. (Paréntesis: esto tampoco lo ando divulgando por ahí, queda aquí en la intimidad de las redes, pues si antes estaba bien visto, hoy se considera harto sospechoso eso de andar promulgando la propia heterosexualidad). Bueno, me está costando mucho hoy llegar al punto, parezco un orangután buscando el punto g.

El caso es, ¿qué es este porno que veo, propio de viejos sátiros? Me he hecho muchas veces la pregunta. Indagando en mi ser interior (o en mi cerdo interior, como recomendaba Osho), he llegado a una respuesta que, me temo, me vuelve a poner frente a mi herida, la vieja herida de mi vida que aquí nos convoca: no ser guapa o no considerarse tal.

Procedo a explicarme; aunque antes, el marco teórico. Estamos de acuerdo en que Chayanne es el hombre más sexy del planeta, ¿verdad? Pues bien, vean: si en vez de la policía, en mi puerta se personara Chayanne… Ay, se me aflojan las piernas… es como si lo viera, sonriendo, con sus ochenta dientes refulgentes, Jesús Cristo Redentor…

Ayyy, ¡¡qué vergüenza!! Yo de sólo imaginarme que Chayanne me vea la celulitis… ¡Fuchi, fuchi! “Pero mujer, que es un regalo que te enviamos tus amigas, por tu cincuenta cumpleaños; va a bailar Torero sólo para vos, ahí en tu cocina”. Que no y que no, malditas, mejor me hubieran dado esa plata para levantarme las tetas.

¿Entienden? Parece complicado pero no lo es. Yo no deseo a Chayanne… Bueno, cuidao, que ya imagino los titulares mañana: Cata Botellas: “A Chayanne, lo sacaría a pescozones de mi casa”. Tampoco así. Pero es que yo soy mujer, nacida en una muy mala época, y entonces lo que yo deseo no es a Chayanne sino ser deseada locamente por él, sacar la fiera de Chayanne, que me arranque la ropa a tiras (¡no, el delantal, no! ¡Corten! No me echen a perder la escena). Yo lo que deseo es ser una de esas chavalas de tetas terráqueas y cuerpos carnosos y jugosos y que Chayanne me traspase, me perfore, me atornille, me haga pa’ allá y pa’ acá…

Se dice fácil, pero vieran qué difícil es concertar estas puestas en escena imaginarias; a veces haría falta un especialista de esos de Hollywood que montara la escena y entonces una lo que termina visualizando es a Chayanne forzando a Scarlett (ey, ¿y yo, y yo?), al final nadie es del todo alguien, una no sabe quién está disfrutando a quién, ni con qué, ni una qué pito toca en el molote, qué está disfrutando a fin de cuentas en su imaginación, porque dizque es a Chayanne, pero al rato parece que es a la chavala, más bien, o a un tercero que de repente aparece por ahí. ¿Quién es? ¡El bendito orangután!, que se me vino detrás y, macho al fin, ahora quiere montarse a Chayanne. ¡Aaah, organicémonos, organicémonos!

Pfff. Muy triste todo, de verdad.

¿Se dan cuenta? ¿Ven la cruz que cargo desde… uuuhh, desde que Cristóbal Colón llegó con los espejos? No puede una ser deseable, deliciosa, suculenta… ni en sus propias fantasías.

“Hasta en sueños te he sido fiel”, dice la canción. Yo hasta en sueños me soy infiel. Si se me apareciera el genio de la botella y me concediera un deseo, sería: ser deseada. Qué esclavitud, qué sumisión. Mi excitación proviene de ser deseada y para ser deseada tendría que ser otra que la que soy.

En ocasiones veo porno. Y quedo avergonzada y con el alma arrugada en un puño como un testículo sin pelos; quedo exiliada de mi propia sexualidad, de mi propio pellejo. El porno que yo veo, créanme, debería ser prohibido.