sábado, 27 de febrero de 2021
TIEMBLA, MEMORIA (fragmento)
PRIMERA PARTE: LA DE LA EUFORIA
Patiño mío:
Dime que sí, dime que volveremos a
ser felices. Hubo una época en que estar tristes era una fiesta, ¿recuerdas?
Celebrábamos que nuestro pasado estaba por delante. Que todo estaba por hacer y
que todo sería hecho. Pero el tiempo se está esfumando, minuto a minuto, con
cada frase que escribo. Heme aquí enviándote a toda prisa un email desde la
oficina porque se ha desatado la negra espiral que preveíamos en mi vida: esta
tarde el jefe me ha mandado llamar.
Ven, Patiño, sube conmigo a la sexta
planta. Mira este aséptico despacho con vistas a
Finalmente se gira y abre entusiasta
sus brazos, como si nos acabáramos de encontrar en la cubierta de un yate. Me
pregunta si quiero beber algo y se dirige hacia el minibar a ponerse un whisky.
No me cae bien, pero tampoco mal, este minijefe. Yo acepto un whisky, claro; no
recuerdo haber rechazado una copa en toda mi vida.
Dice, paseando la mirada por su
despacho como si por ahí revoloteara una idea difícil de asir: “Tú eres una
chica muy inteligente…”, y yo me crispo; nunca un hombre me ha llamado
inteligente como piropo. Pero en esto
suena el teléfono de su mesa y deja la frase sin terminar. Se me acerca
extendiéndome mi whisky y me confiesa que tiene ganas de lanzarlo por la
ventana. Me pregunto por qué quiere defenestrar mi copa, pero se refiere ¡al
teléfono! Quiere lanzar por la ventana ese gran invento del siglo antepasado.
Aunque no es cierto. Es una modalidad entre los jefecillos hispánicos: quieren
jactarse, pero tienen miedo fundado a la envidia, entonces se quejactan, es decir, se quejan de tener
todo aquello de que se jactan, la queja es una y trina.
Mi jefe le dice resignado a su
secretaria: “Pásamelo”. Levanta la mirada al techo y me mira con complicidad
indicándome que está harto, pero de golpe exclama con un entusiasmo enlatado:
“¡Hombré, qué gusto oírte!”. Me hace un leve gesto de disculpa (muy leve, que
subraya que en realidad no me debe ninguna y si hace falta yo me tengo que
quedar ocho horas en su sofá) y me da la espalda.
Me quedo observándolo, mientras
olfateo los aromas tostados de su finísimo whisky. Si este hombre fuese guapo,
sería una máquina de dominación. Pero es alto, perfumado y elegante, y
paticorto, cabezón y contrahecho. Además, tiene los ojos saltones y el tórax
como inflado. Por estos rasgos de enano a pesar de su metro noventa, en la
oficina le llaman “el enano más grande del mundo”. Yo vengo a ser un clon
degradado de este enano gigante. Uso gafas, plumas y maletines casi-casi como los
suyos (ya verás, no me vas a reconocer); tengo decorada mi vida a imagen y
semejanza de la suya (ya verás, ya verás), pero o bien todo lo que uso y compro
es una imitación menos cara, o tengo un único y precioso ejemplar de cosas a
las que él no les da demasiada importancia, y a las que tú no les darías
ninguna. Pero ese es otro contar.
Bebiendo a la salud del camellito
rojo que marca la diferencia entre una alfombra de cien euros y una de mil, pensé
en el documental que deberíamos hacer, Patiño, no sobre tu España profunda,
sino sobre esta de la que empiezo a ser parte,
A ver, no quiero perder el hilo, si
es que alguna vez tengo el hilo entre mis manos. El jefecillo ha colgado y se
está dirigiendo a su servidora: que si satisfechos con ella, que si incremento
del público joven, que si tal y que cual y que la van a “ascender”. ¡No te rías!,
se dice así, Patiño, el entrecomillado es puro desconcierto mío. Yo intento
mantenerme alerta, siguiendo tus divinas enseñanzas, pero qué le voy a hacer,
unas veces uno se comporta como un ser menesteroso, pero honesto, que pide un
aumento; otras, te suben el sueldo sin que tú lo hayas pedido y ya está:
empieza tu metamorfosis en un ser miserable.
Con la noticia del ascenso y tres
whiskys me embriagué. Fue después, cuando bajaba en el ascensor, que comprendí
que entre líneas de halagos mi jefe me acababa de decir que soy uno de los
suyos.
Que soy de su especie
Que tengo un precio.
Desde los sotanillos del infierno,
siempre servil,
Catalina Cata Botellas
La ironía no me hará libre. Pero engañémonos,
escrita la carta me siento mejor. Cuando se la cuento a Patiño, esta mi
existencia sin enjundia se ennoblece. Cualquiera diría que el sentido de mi
vida es escribírsela. Y no digo yo que no.
En las semanas siguientes compruebo
que la asunción significa mil doscientos euros más al mes y escribir menos o
nada en Megaloideas.es, la página web
que me cobija. A mí, que se me contrató para escribir, se me ha adjudicado
ahora el papel de controlar lo que los demás escriben. Esto le cambia a uno la
visión del mundo. Ahora todas las metas de la empresa me parecen facilísimas y
mis subordinados, unos ineptos. Ya no invento, critico; no propongo, desecho;
no escribo, corrijo; y bien decía el ciego argentino: nada más fácil que
corregir una página de El Quijote, ni más difícil que escribirla.
Con el ego y los bolsillos hinchados
me paseo por la oficina luciendo en la cabeza mi nueva corona de cartón
lustrado.
Catalina querida:
Intentando sacar sabiduría de las
piedras, he terminado llorando sobre ellas.
C. Patiño
Patiño, Patiño… Cuál será la materia
de sus días. Lleva cinco años de retiro en un pazo miñoto que dejaron
abandonado sus padres. La piscina llena de pasado, ranas y líquenes; el frío
que ha aprendido a colarse entre los muros; dieciocho habitaciones huérfanas;
sin teléfono, a veces hasta sin luz, aquí en la vieja Europa. Intentando
arrebatar algo de mística de las piedras ancestrales. Patiño con las uñas,
Patiño con los dientes. Patiño en su adorado margen ansiando entender el mundo
pero negándose a negociar con él. Patiño que vive o sobrevive con las ayudas de
su madre y de sus tres tías solteronas. En treinta años, no se le conoce un
solo trabajo remunerado.
Patiño:
Yo me lo merezco todo. Todo me lo
debo a mí. Todo es culpa mía. Le he vendido mi alma a Satanás. Cuando se vende
el alma sucede una cosa muy concreta: uno acepta convertirse en la encarnación
de su aspecto más vil. Yo le vendí mi alma al Ángel Soberbio por que me sacara
del lodazal tropical en que nací. No se hace este trueque para ser feliz. Al
contrario, uno pone su alma en rebajas el día en que se pregunta: La felicidad
¿qué importancia tiene?
Toc, toc, toc: al instante llama a
tu puerta Satán.
Catalina Cata Botellas
Catalinísima:
“El deber del ser humano es ser
feliz”, me dijo la santera de la Habana Vieja que no quisiste visitar conmigo.
La felicidad como precepto moral. A mis usuales agobios, se sumó esa nueva
culpa: la de no ser feliz.
¿Quién va por la senda de la
felicidad, quien persigue sus deseos o quien los deja ir?
C. P.
Yo, que mis deseos son mis órdenes,
salgo todos los días tarde de la oficina y con la convicción de merecerme el
mundo en bandeja. Compro semanalmente kilos de discos y libros (ese consumo de
quienes no se consideran consumistas) y he terminado por descubrir por qué
comprar es tan frustrante: uno compra todo aquello que en el fondo le hubiese
gustado crear uno mismo.
Todos los libros se quedan sin abrir
en mis estanterías. Ganando los doblones que gano al mes, y sin tiempo para
disfrutarlos, compro “cultura” como si así adquiriera futuro. Ya tendré tiempo
de vivir como quiero, me digo. Atesoro libros como quien salvaguarda una vida
venidera.
Patiño tarda hasta dos semanas en
contestar mis emails, cuando baja al pueblo a comprar comida y le sobran dos
euros para el cíber. A veces responde por correo del de antes, con sello de
cera y todo.
Catilina, Catilina:
Sólo en la nada está la plétora.
Patiño
Patiño:
Ven. Cuando analizo mi vida me
deprimo, pero cuando la comparo con la tuya, me enaltezco.
Ven, que ahora que gano dinero a
manos llenas me doy cuenta de que necesito amor.
Ven, adjunto billete en primera a
Madrid.
Cata
Sres.
Megaloideas.es
A
la atención de Catalina M. Botellas
Directora
Creativa de Pubertad Impúber
Muy señora mía:
Voy para Madrid.
El pequeño telegrama aún tiembla en
mis manos y ya me parece que soy feliz. Y que lo he sido siempre. Miro hacia
atrás en retrospectiva peliculera y mi vida entera me parece una cinta
delirante y sensual.
El viernes, día de su advenimiento,
salgo de la oficina al mediodía para preparar la escena. Quiero que no falte
nada, que todo esté perfecto.
Se acerca Patiño. Tiembla el suelo.
Mi casa está a punto de despegar por encima del tedio y la mediocridad. ¿Qué es
ese tintineo? Son las botellas de whisky que se estremecen en mi alacena. Qué
fácil es conjeturar el pasado. Ahora –ahora mientras tecleo y el tic, tic, tic
de las teclas se mezcla con el tlin, tlin, tlin de las botellas en mi memoria–
me parece que todo presagiaba aquella tarde de viernes que en menos de cuarenta
y ocho horas me iba a cambiar la vida.
¡El timbre!
–Hay aquí una persona… una señorita que dice que no sabe quién es
–rezonga el portero al telefonillo.
–Que suba. Intentaremos
solucionarlo.
Abro la puerta de mi astronave y
corro a echarme en el sofá. La última vez que Patiño me vio fue hace casi tres
años. Yo acababa de llegar de ese que uno llama mi país y tenía una pinta de socióloga de bananera mezclada con
presentadora de tele de Miami, si tal mezcla es posible. Ahora quiero
sorprender a Patiño. Quiero que lo primero que vean sus ojos sea Cata envuelta
en un espeso albornoz carmesí, echada en el sofá multiorgásmico con un libro de
Nietzsche entre manos.
–Bienvenida. Pasa y conoce mi
pequeño paraíso artificial
–Todos los paraísos son artificiales
–replica Patiño, siempre en guardia.
Ha llegado Patiño, amigos, como la
primavera.
Ahora vais a ver
Las heridas florecer.
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