MARZO TOPODEROSO (fragmento inicial)
A mi madre
Aunque solo ella y yo sepamos por
qué.
Es uno de diciembre, es el primer día de un espléndido verano y
mi primera tarde de vacaciones: peligrosa coincidencia. El bar está lleno de
buenas gentes que beben porque tampoco saben qué hacer. Estoy en una mesita,
temblando de risa entre cuatro cuarentones que conocí hace apenas media hora.
Me alejaba de la universidad pensando qué haría en tres meses de ocio, cuando
tropecé con ellos que llevaban cuarenta años de hacerse, a grandes rasgos, la
misma pregunta.
Muerta de risa en minifalda rosada: siempre empieza ahí el
recuerdo de la tarde en que conocí a aquel hombre. Yo riéndome y riéndome con
la risa floja de mis diecinueve años. Qué livianos eran entonces mis dientes.
Yo riéndome y riéndome sin poder parar. Juro que no podía.
Acababa de presentar el último examen
del año. Porque, qué gracia, yo estudiaba. El nombre de la carrera era Ciencias
de la Comunicación Colectiva, nombre largo y rimbombante, proporcional a su
trivialidad. Tal vez alguien haya tenido la sensatez de cerrarla. Era una
guarida de inútiles. Todos los que no llegaron ni llegarían nunca a nada se
refugiaban ahí, disfrazando su mediocridad con el viejo artilugio de la
solemnidad. Se enseñaba a complicar lo simple, a explicar con palabras lo que
se entiende mejor sin ellas, a distanciarse de lo evidente hasta perderlo
totalmente de vista. Era un desafío al sentido común y una triste parodia de las
disciplinas que sí merecían, por aquel entonces, ser llamadas ciencias. Los
profesores aplicaban a sus alumnos el célebre principio de “si no puedes con
ellos, confúndelos”. Disfrazaban su ignorancia y frustración... no, no: vayamos
al término preciso: lo que mal disfrazaban era también su moralismo, y aquellos
profesores, y con los años sus mejores alumnos, estaban convencidos de que solo
ellos, manteniéndose al margen del río revuelto de la vida (esperando quién
sabe qué mezquina ganancia de pescadores), veían al mundo tal cual es;
convencidos, también, de que las Ciencias de la Comunicación Colectiva eran el
saber de los saberes, y ellos, sus profetas.
Pero la realidad, ¡esa!, es libre, y
resultaba perversa, por inocente, su forma de darles la razón e insinuarles así
que tener la razón es solo una etapa del juego. Pero tampoco estaba la academia
para agudezas, ni mucho menos para gracias. Los profesores resultaban severos
profetas del revés (anunciando lo que no pasó), y sus discursos giraban curso
tras curso entre las paredes de las aulas, como ecos en pena.
Mi verdadero entrenamiento en esos
años fue el de llenar páginas de páginas sin decir nada. Cosa fácil y aburrida.
Entregué un examen de ciento ochenta folios redactados a la perfección; tenía
el dudoso don de detectar lo que cada profesor quería oír y me contentaba con
darle a cada cual, digámoslo así, su merecido.
De este tedio venía yo. Que me sirva
de atenuante.
Cuando salí del aula, al
terminar aquel ejercicio idiota, sin saberlo, yo era una fiera puesta en
libertad. ...
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