CAPÍTULO 2: La belleza interior
Un día de estos, en Facebook, sucedió
este vodevil: una chiquilla de unos veintimuchos pone público en su muro un
pantallazo de su Messenger, acompañado de una anécdota de denuncia. La anécdota
es esta: le pidió amistad un completo desconocido (sic), ella lo aceptó por no
ser grosera (sic sic) y el muy asqueroso (sic sic sic) lo primero que hace es
decirle en privado lo que puede verse en el pantallazo de Messenger: “Wow, he
visto tus fotos, qué excitantes”. Allá que se va la sabuesa Botellas a ver las
fotos de la gordita anodina (sí, un físico puede ser anodino, por degenerada
que puede parecer esta aseveración) y la veo en mil muecas y maromas donde
resalta su escote fofo y lechero, que parece lo único que tiene para atraer,
así en foto; en persona a lo mejor es fascinante. Je.
Rauda y contundente pone la
chiquilla en su muro a vista de todos ese comentario y su respuesta pronta y
tajante, donde le dice que es un cerdo y nos cuenta a todas sus amistades –algunas
como yo igual de desconocidas que el cerdo–, nos cuenta, decía, que lo puso en
su lugar y lo bloqueó de inmediato. “Bien hecho”, “huy, sí, yo tuve que hacer
lo mismo ayer con otro”, “ay, qué asco”, le dicen varias en comentarios y uno
dice le dice: “Eres muy bella y no mereces eso”. (Paréntesis: cómo no voy a
estar yo fascinada con Facebook, si es como una perenne película de Todd
Solonz.)
Pero a lo que voy, presionada por
todos ustedes: Capítulo dos.
coro
Ay, anodina tetoncilla mía
si supieras cuánto te entiendo.
Viajo tres décadas atrás y recuerdo
aquel tiempo en que sucedió
(no la metamorfosis de Kafka)
La pseudomorfosis de Cata.
Al salir del colegio y entrar a la
universidad, fue como si de repente nadie se percatara de mi fealdad. ¡Ey,
yujuuu, ey, soy fea! ¿Qué pasa aquí? “Linda, mami, mamacita, rica, venga y me
la como toda”. ¿No se han dado cuenta de
que yo soy fea, banda de idiotas? Los que ahora me consideraban deseable me
merecían el mismo desprecio que quienes hasta mis dieciocho años me dijeron cuero,
narizona. Qué digo el mismo, ¡más! Analizándolo ahora, creo que era por el
fenómeno análogo de los llamados “nuevos ricos”, ya saben, esos que desearían
salir en las listas de los más ricos pero que repudian a quienes se les acercan
por su dinero, porque se conocen demasiado bien… mutuamente. Sí, era el
fenómeno de las “nuevas ricas”, todas esas adolescentes contrahechas que
finalmente habíamos tomado alguna formilla y ahora estábamos ricas.
¿Qué había pasado? ¿Era ese el
momento presagiado por doña mamá en bata, cuando los hombres, por la madurez,
se fijarían en mi belleza interior? Naaaa. Era un buen par de tetas y un buen
par de nalgas que ¡flop!, me habían salido como champiñones. Y nada más, no hay
más vueltas que darle. “Me chiflan las mujeres inteligentes” o “me excitan las
mujeres con sentido del humor”, me decían los hombres. Ajá, no me cuenten.
Babosos, todos parecían perrillos en celo. Y nosotras, las nuevas ricas,
creyéndonoslo. Dos décadas más tarde entendí todo.
Anticos de mis cuarenta años, en una
fiesta en Madrid, una ex amiga mía más fea que yo –o igual de fea o de guapa, para
el caso es lo mismo– se llevó a Bruce Willis al huerto, como dicen allá, aquí sería
al cafetal. Fue cuando entendí la diferencia entre las nuevas ricas y las ricas
deliciosas de toda la vida. Lo difícil no es cogerse a Bruce Willis en una
fiesta, lo difícil es que te invite al día siguiente a desayunar en el Ritz.
Ese gran aprendizaje no lo tuve yo
en pellejo propio, el pellejo que se cogió a Bruce Willis no fue el mío. Y
no me arrepiento. Los hombres no pueden creer esto, ningún hombre
amanecería arrepentido tras haberse acostado con Demi Moore, aunque se acabara
de casar, aunque hubiera muerto su madre esa misma tarde o Demi Moore hubiera
estado en coma. Mi ex amiga no llegó a tanto como arrepentirse, pero sé que le
supo a poco y que estaba consciente de que no había medalla para ella en ese
cuento. Y aquí viene la clave:
Una guapa de toda la vida “se da a
respetar”, como se dice desde la perspectiva de las feas: “darse a valer” o a
respetar, cuando en realidad es algo distinto. Es la conciencia desde
pequeñitas del poder arrasador de su belleza. Eso lo tienen garantizado. Con
una guapa de cepa, el delicioso Bruce hubiera tenido que empezar por pagar una
cena en el Ritz, según entiendo; tampoco voy a jactarme ahora de saber cómo es
la escala de valores de las guapas con pedigrí. A las guapas advenedizas, hacerse
de rogar por una estrella de Hollywood es mucho pedirles. Sería como pedirle a
un futbolistilla bien pagado que no se compre un Maserati. ¿A cuenta de qué entonces iba a estar él
corriendo como un perturbado detrás de una bola?
Bueno, como iba diciendo…
coro
Ay, anodina tetoncilla mía
si supieras cuánto te entiendo.
Viajo tres décadas atrás y recuerdo
aquel tiempo en que sucedió
(no la metamorfosis de Kafka)
La pseudomorfosis de Cata.
A mis diecinueve años me dediqué de
lleno a burlarme y despreciar a cualquier hombre que me mirara con deseo, y
peor si lo mezclaba con dulzura, entonces me daban la misma grima que me dieron
siempre los peluches esponjosos de ojos grandes, guácatelas, no estamos las
narizonas velludas para eso.
Alguien en Facebook me pregunta si
tan fea era yo y prometí responderle aquí. Claro que no. Esas somos las peores
feas, las feas por convicción, seguras de serlo porque desde la cuna nos lo
dijo nuestra mamá.
–Cata, ¿y la belleza interior?
¿Me están vacilando? Para que yo
hubiera tenido belleza interior hubiera hecho falta que doña mamá no me dijera
que en efecto yo era fea por fuera; hubiera hecho falta que doña mamá no
hubiera estado tan convencida, a su vez, de ser fea. Cuando veo fotos de ella en
sus treinta, la hallo divina, parecida a Liz Taylor. Pero mamá nació, creció y
se reprodujo convencida de ser fea, ella y toda su descendencia, pues nosotras
pertenecemos a la clase sociocultural que no cree en los milagros, que cree que
la Tierra es redonda, que Adán y Eva es una fábula y que Mendel no admite
refutación.
Ahora que menciono a Liz Taylor,
hablemos tantito de belleza exterior, queridos hombres necios que jugáis con la
mujer sinrazón. Mi mamá al menos se parecía a Liz Taylor, blanca como una
porcelana, y digo “al menos” porque oigan: ¿saben qué hacía una amiga mulata de
mi madre? Se iba al río y se frotaba con arenilla hasta hacerse sangre, porque
le habían dicho que así se blanqueaba la piel. ¿Saben qué hacía una ex compañera
mía del colegio que tenía genes de esquimal, con su gran cara de torta y sus
piernazas cortas y robustas para retener mejor el calor? Se provocaba diarreas
y vómitos y un día cayó desmayada en la cancha de voleibol.
Gordas, negras, narizonas, enanas,
contrahechas, marcadas de varicela, bembonas, culonas, planas, calvas,
hirsutas, bizcas, patizambas, narizonas (sí, ya lo dije, pero valemos por dos):
¿Qué os parece, hermanas, si nos olvidamos de la belleza exterior y nos dedicamos
a cultivar la belleza interior?
Desde aquí puedo escucharlas a todas decir
al unísono: “Belleza interior, my ass”.
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